El salón privado de Vladimir estaba sumido en una oscuridad calculada, solo rota por las llamas danzantes de las velas negras que ardían con un perfume denso a incienso y opresión. Las paredes, adornadas con tapices que narraban las victorias pasadas de su linaje, parecían observarlo ahora con silencioso reproche.
Un sirviente tembloroso acababa de entregar el informe: Los Drekvir, los temibles guerreros del norte, habían jurado lealtad a Aisha. Y, por extensión, a Ragnar.
— ¿Cuántos? — preguntó Vladimir, su voz un susurro sedoso que hacía que el sirviente se encogiera aún más.
— D-diez, alteza. Pero son los mejores. Sven Hielo Sanguino lidera.
¡CRASH!
La copa de cristal que Vladimir sostenía estalló en su puño, astillas afiladas y vino tinto como sangre salpicando el suelo de mármol. El sirviente cayó de rodillas, gimiendo disculpas, pero Vladimir ni siquiera lo miró.
— Sal — ordenó, y el hombre huyó como un ratón perseguido por un halcón.
Solo entonces, Vladimir dejó que la rabia lo