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Capítulo 23: La Ira del Primer Príncipe

El salón privado de Vladimir estaba sumido en una oscuridad calculada, solo rota por las llamas danzantes de las velas negras que ardían con un perfume denso a incienso y opresión. Las paredes, adornadas con tapices que narraban las victorias pasadas de su linaje, parecían observarlo ahora con silencioso reproche.

Un sirviente tembloroso acababa de entregar el informe: Los Drekvir, los temibles guerreros del norte, habían jurado lealtad a Aisha. Y, por extensión, a Ragnar.

— ¿Cuántos? — preguntó Vladimir, su voz un susurro sedoso que hacía que el sirviente se encogiera aún más.

— D-diez, alteza. Pero son los mejores. Sven Hielo Sanguino lidera.

¡CRASH!

La copa de cristal que Vladimir sostenía estalló en su puño, astillas afiladas y vino tinto como sangre salpicando el suelo de mármol. El sirviente cayó de rodillas, gimiendo disculpas, pero Vladimir ni siquiera lo miró.

— Sal — ordenó, y el hombre huyó como un ratón perseguido por un halcón.

Solo entonces, Vladimir dejó que la rabia lo consumiera.

— ¡Maldita sea! — rugió, lanzando un jarrón de porcelana contra la pared — ¡Esa sanadora bastarda le está dando ejércitos ahora!

Era injusto. Él era el primer príncipe. Él debía ser quien doblegara naciones, quien inspirara lealtades inquebrantables. Pero Aisha, con solo existir, robaba lo que por derecho debería ser suyo.

— Si tan solo fuera mía… — murmuró, observando cómo su sangre se mezclaba con el vino en el suelo.

Una idea retorcida comenzó a formarse en su mente.

Con un movimiento brusco, tiró del cordón de seda dorada que colgaba junto al trono. En segundos, el anciano Chen apareció en la puerta, su bastón de ébano golpeando el suelo con cada paso.

— Alteza — dijo, inclinándose apenas lo suficiente para no ser descortés.

— Chen — Vladimir se limpió la sangre de la mano con un paño de seda, sin dejar de sonreír. — Necesito que me traigas un Nyrithar. Uno que aún respire.

El anciano arqueó una ceja — Los Nyrithar son escasos, y el emperador los ha declarado bajo su protección después de lo de la Sanadora…

— No me interesan los decretos de mi padre — cortó Vladimir, su voz goteando veneno— quiero uno. Ahora. Es hora de averiguar qué más puede hacer la sangre de esos miserables… y cómo usarla para doblegar a nuestra querida futura octava princesa.

Chen sonrió, lento, como una serpiente despertando — y si descubrimos algo… ¿interesante?

Vladimir miró hacia la ventana, donde la luna creciente brillaba con un halo rojizo.

— Entonces, cuando llegue el eclipse, Ragnar no será el único con una bestia dentro — susurró.

Mientras Chen salía a cumplir sus órdenes, Vladimir se acercó al espejo de obsidiana que dominaba la habitación. Su reflejo, pálido y perfecto, lo devolvía con ojos fríos como el hielo.

— Lo siento, hermanito — murmuró, acariciando el cristal — pero si no puedo tener a tu Sanadora… nadie la tendrá.

Y en el jardín exterior, oculta entre los ciruelos en flor, la concubina Xiang escuchaba cada palabra, sus propios planes girando como hojas en el viento…

El aire en los aposentos privados de Vladimir olía a hierbas amargas y ambición fermentada. Dos días habían pasado desde su orden, dos días en los que el Primer Príncipe había mordido cada palabra no dicha, cada susurro de la corte que aún no se atrevía a cuestionar abiertamente a la Sanadora.

Pero esa noche, por fin, el anciano Chen llegó con su premio.

La puerta se abrió sin ruido, y una figura espectral fue empujada al interior. Kael, el Nyrithar, era como un fantasma hecho carne: cabello blanco como la nieve eterna de las montañas, piel tan pálida que las venas azules se transparentaban bajo ella, y ojos vacíos… demasiado vacíos para alguien que apenas rozaba la edad de Aisha.

Vladimir se levantó, lentamente, como un depredador que olfatea sangre nueva.

— Bienvenido a mi humilde morada, Kael de Nyrith — dijo, extendiendo una mano que el joven no tomó.

Kael no se inclinó. No tembló. Solo clavó esos ojos azules sin vida en el príncipe y esperó.

Chen, desde la puerta, tosió.

— Fue… difícil de convencer, Alteza — mintió, ocultando el hecho de que había arrastrado al muchacho desde las mazmorras secretas bajo el templo lunar, donde los Nyrithar "problemáticos" eran encerrados para no manchar la pureza de su linaje.

Vladimir sonrió. Sabía una verdad incómoda cuando la veía.

— ¿Qué te ofrecería un príncipe a un hombre sin miedo? — preguntó, sirviendo vino en una nueva copa de cristal, esta vez, con filo suficiente para cortar.

Kael respiró hondo, y cuando habló, su voz sonó como el crujir de hielo bajo pies descalzos:

— Venganza.

La sonrisa de Vladimir se amplió.

Y Kael conto cada detalle de lo que él llamaba: La Maldición del Cabello Negro.

— Aisha no es una de nosotros — escupió Kael, mientras Vladimir lo observaba con avidez — los Nyrithar somos luz pura. Cabellos blancos, ojos como lagos helados. Ella… ella fue una mancha desde su nacimiento. Una herejía con pelo de carbón.

Vladimir inclinó la cabeza, fascinado.

— Su madre, la gran vidente Elyria, perdió el don el día que vio el futuro de su hija — continuó Kael, los puños apretados — quedó ciega de tanto llorar. Y, aun así, la tribu la cargó como un peso muerto durante años. Por lástima. Por culpa.

El príncipe dejó escapar un suspiro teatral.

— Y ahora, la 'rechazada' es la futura princesa del Imperio… Qué irónico.

Kael se estremeció, no de miedo, sino de odio.

— Ella ni siquiera puede sanar como los nuestros. Los verdaderos Nyrithar curamos con las manos, nuestra aura basta para cerrar heridas. Aisha necesita sangre. Sangre. Es una falsa. Una hambrienta.

Vladimir se detuvo. Eso no lo sabía.

— ¿Y por qué crees que la eligieron a ella, y no a ti, para bendición de los dioses? — preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

Kael mostró los dientes, blancos y afilados.

— Porque los dioses también aman el espectáculo.

Vladimir ya sabía cómo actuar…

Al amanecer, los rumores ya reptaban por los pasillos del palacio como serpientes venenosas:

¿Sabíais que la Sanadora ni siquiera es una Nyrithar verdadera?

Dicen que su madre maldijo al emperador con visiones falsas…

¿Y si su sangre es corrupta? ¿Y si la princesa Meiying está en peligro?

Hasta los sirvientes cuchicheaban, evitando mirar a Aisha cuando pasaba.

Ragnar lo notó primero.

— Alguien está envenenando más que el agua — gruñó, rompiendo un jarrón contra la pared cuando el séptimo príncipe Zacarías le contó lo que decían en los mercados.

Aisha, sentada junto a la ventana, observaba sus propias manos. Las marcas de Nyrith brillaban, pero ahora… ¿eran más tenues?

— No importa — mintió, aunque el corazón le pesaba como una roca — el eclipse es lo único que cuenta.

Pero esa noche, cuando Meiying lloró en sus brazos, la pequeña princesa miró hacia la puerta con sus ojos grises y dorados… como si algo oscuro acechara más allá.

Mientras tanto, en las profundidades del palacio, Vladimir ofrecía un trato a Kael:

— Ayúdame a desacreditarla, y tu pueblo será elevado como aliados del Imperio. No más escondites. No más cazas.

Kael, ahora vestido con sedas que no merecía, sonrió por primera vez.

— ¿Y Aisha?

Vladimir le pasó un dedo por el filo de la copa.

— Cuando caiga… quiero que sea usted quien le corte el pelo negro. Para que todos vean lo que siempre fue: una impostora.

Y en la luna, ese anillo carmesí creció un poco más.

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