El campo de entrenamiento de los Guardianes Celestiales estaba envuelto en la neblina del amanecer, el aire frío cortando como cuchillas mientras los soldados se movían en formaciones perfectas. En el centro, el general Dain, con su armadura de escamas negras y su espada curva al costado, supervisaba los ejercicios con mirada de halcón.
Aisha lo observaba desde las barandillas del pabellón elevado, envuelta en una capa de pieles que Ragnar le había insistido en usar.
— No confío en que el camino a las Termas de Luan esté seguro — gruñó Ragnar a su lado, los brazos cruzados sobre el pecho. Su aliento formaba nubes blancas en el aire — pero si insistes en ir, no será cualquiera quien te escolte.
Aisha lo miró de reojo — ¿Y por qué no vas tú?
Ragnar apretó la mandíbula — porque si me voy ahora, Vladimir interpretará que estoy huyendo antes del eclipse. No puedo darle esa ventaja.
Un silencio pesado se instaló entre ellos. Ambos sabían lo que estaba en juego. Las Termas de Luan, escondidas en las montañas al norte, eran el único lugar donde crecía la Flor de Hielo, un ingrediente crucial para el antídoto que Aisha preparaba contra el veneno lunar que afectaría a Ragnar durante el eclipse.
— Dain es el mejor — admitió Ragnar finalmente, aunque las palabras parecían costarle — Y… sé que te protegerá con su vida.
Aisha no tuvo tiempo de responder. El general en cuestión se acercó, quitándose el yelmo para inclinarse ante ellos. Su cabello castaño, pegado al rostro por el sudor, y sus ojos dorados, claros como el sol del amanecer, se posaron en Aisha un segundo más de lo necesario.
— Mi príncipe — saludó, formal. Luego, hacia Aisha, con un tono más suave — sanadora.
Ragnar no pasó por alto el cambio. Una sombra cruzó su mirada, pero solo dijo:
— La llevarás a las Termas y la traerás de vuelta. Si algo le pasa, no habrá rincón del Imperio donde puedas esconderte de mí.
No era una amenaza. Era una promesa.
Dain mantuvo la compostura, aunque sus nudillos palidecieron al apretar el yelmo — entendido.
Esa misma tarde partieron.
El viaje fue más largo de lo esperado. Para el segundo día, las nubes habían engullido el sol, y la nieve comenzó a caer en gruesos copos que se adherían a las capas de los viajeros. Los árboles se inclinaban bajo el peso del viento, y el sendero desapareció bajo un manto blanco.
— No llegaremos hoy — gritó Dain sobre el aullido del viento, señalando una estructura oscura entre los pinos — ¡Allí! Una posada abandonada.
La construcción estaba medio derruida, con ventanas rotas y puertas que crujían como huesos viejos, pero era refugio suficiente contra la tormenta. Dain encendió una hoguera en el centro de la habitación, la luz danzando sobre los rasgos duros de su rostro. Aisha se frotó las manos, tratando de calentarlas.
— Aquí — dijo él, tendiéndole una manta militar gruesa. — no es seda, pero mantiene el calor.
Ella la aceptó con una sonrisa — gracias.
Un silencio incómodo se instaló. Dain no era hombre de muchas palabras, pero esa noche, con la tormenta rugiendo fuera, pareció decidir romper el hielo.
— ¿Sabes por qué Ragnar realmente no vino? — preguntó, atizando el fuego.
Aisha arqueó una ceja — por Vladimir.
— Sí… y no — Dain la miró directamente — él sabe que yo… — tragó saliva, como si luchara contra sí mismo — que te miro diferente.
El fuego crepitó entre ellos. Aisha sintió un nudo en el estómago.
— ¿Y por qué me lo dices? — susurró.
— Porque soy leal a mi príncipe — respondió, firme — pero también porque… si hubiera sido otro hombre, en otro tiempo… — no terminó la frase. No hacía falta.
El aire se cargó de una tensión eléctrica. Aisha podía ver el conflicto en sus ojos, la manera en que sus músculos se tensaban como si luchara por no acercarse.
Fue entonces cuando algo crujió en la nieve exterior.
Dain se puso en pie de un salto, la espada desenvainada antes de que Aisha pudiera parpadear.
— ¡Quién va! — rugió.
La puerta se abrió de golpe.
No eran simples mercenarios. Las figuras que entraron llevaban pieles de lobo y armaduras de hueso tallado, sus rostros marcados con runas azules. Los Drekvir.
El líder, un hombre alto con una cicatriz que le cruzaba el puente de la nariz, bajó su hacha al reconocer a Aisha.
— Esperen — ordenó en un dialecto áspero. Sus ojos ámbar se clavaron en ella — esa marca… ¿Eres la sanadora de la sangre estelar?
Aisha, temblando, pero erguida, levantó la mano izquierda, donde las marcas de Nyrith pulsaban con luz propia.
— Soy Aisha de Nyrith — confirmó.
Los guerreros cuchichearon entre sí. El líder se acercó, olfateando el aire como un lobo.
— Hace tres lunas, tu sangre curó a mi hermano en las llanuras del sur — dijo, y luego, para sorpresa de todos, se arrodilló — mi vida es tuya, Sanadora.
Dain, aún desconfiado, no bajó la espada.
— ¿Qué quieren a cambio? — preguntó, receloso.
El guerrero alzó la cabeza, desafiante.
— Nada. Solo juramentamos lealtad a quien la sangre de los dioses reconoce — respondió, clavando su hacha en el suelo — cuando la luna se tiña de rojo, los Drekvir lucharemos a tu lado.
Y ese fue el fin de un encuentro que pudo ser mortal y el comienzo de un lazo aún más peligroso.
La nieve había cesado cuando llegaron a las puertas del palacio, pero el frío seguía mordiendo.
Aisha iba al frente, flanqueada por Dain y Sven Hielo Sanguino, cuyos diez guerreros marchaban tras ellos con paso firme. Los guardias imperiales se tensaron al ver a los bárbaros, pero nadie osó interponerse.
Ragnar los esperaba en el patio, los brazos cruzados y una ceja levantada al ver el séquito inesperado.
— ¿Trajiste un ejército personal, Sanadora? — preguntó, con media sonrisa, aunque sus ojos dorados evaluaban a Sven con desconfianza.
— No todos los aliados llevan insignias imperiales, mi príncipe — respondió Aisha, cansada pero satisfecha — los Drekvir juraron ayudarnos en el eclipse.
Sven se inclinó ante Ragnar, pero no como un súbdito, sino como un igual.
— Solo por ella — aclaró, con un desafío silencioso en la voz — pero un enemigo de la Sanadora es un enemigo nuestro.
El aire se tensó. Ragnar midió al bárbaro, luego a Aisha, y finalmente soltó un gruñido que podría haber sido una risa.
— Bienvenido entonces, Sven Hielo Sanguino — dijo, antes de añadir, con una mirada hacia Dain: — Parece que mi futura esposa tiene un don para coleccionar guerreros leales… y problemáticos.
La indirecta era clara. Dain apretó los dientes, pero fue Sven quien respondió, irónico:
— No es problema si el príncipe confía en su propia fuerza… ¿o no?
Ragnar mostró los colmillos en una sonrisa que no era amable.
— Oh, confío — susurró — pero más allá del eclipse, general… tendremos que hablar.
Aisha lanzó una mirada exasperada a los tres.
— Basta de medir egos. Tenemos un ritual que sabotear y un imperio que salvar — recordó, y esta vez, hasta Ragnar obedeció.
Los Drekvir rieron, admirando su temple. Sven murmuró, solo para que ella oyera:
— Si algún día te cansas de príncipes y generales, los Drekvir te recibiremos como reina.
Dain lo oyó, y esa noche, bebió hasta olvidar el ardor en su costado… y en su pecho.