El agua helada se cerró sobre Aisha como una boca hambrienta.
Las sombras no eran simples reflejos: eran manos, frías y huesudas, que emergieron de las profundidades del estanque para enredarse en sus tobillos, sus muñecas, su cabello. Tiraron de ella con una fuerza sobrenatural, arrastrándola hacia el fondo mientras el aire escapaba de sus pulmones en burbujas plateadas.
El mundo bajo el agua pareció detenerse.
Cada burbuja ascendía con lentitud agonizante, como perlas de mercurio brillando en la negrura. Los dedos espectrales que la sujetaban dejaban surcos de escarcha en su piel, y Aisha pudo ver, con una claridad absurda, cómo el tejido de su vestido flotaba alrededor de su cuerpo como algas moribundas.
— ¡No! — Intentó gritar, pero el agua se coló por su boca, ahogando su voz.
El sonido se distorsionó, convertido en un gemido lejano, como si el estanque absorbiera hasta sus pensamientos.
Luchó, pataleando contra las garras oscuras, pero cuanto más forcejeaba, más se hundía.
Sus movimientos eran torpes, como si el líquido se hubiera vuelto miel espesa. Un hilo de sangre escapó de su labio, dibujando una espiral carmesí que se mezcló con el plateado de las burbujas.La luz de la luna se distorsionó arriba, lejana, como si el estanque tuviera kilómetros de profundidad.
Por un instante, creyó distinguir formas en esa luz: siluetas de criaturas sin rostro que observaban su caída, indiferentes.
El pánico le quemó el pecho. Un fuego helado que se extendía hasta sus huesos.
Sus dedos se cerraron alrededor de nada, arañando el agua como si pudiera agarrarse al vacío. Las sombras, entretanto, se multiplicaban, reptando por su cuerpo como raíces voraces.
Cada latido de su corazón era un martillazo en sus sienes, un recordatorio de que el tiempo se agotaba.
Y entonces, el corazón falló. Un segundo de silencio. Otro. Un dolor cristalino le estalló detrás de los ojos, y supo que ya no respiraba.
«¿Dónde está el príncipe?» se preguntó, quizás necesitando una esperanza a la cual aferrarse.
Pero incluso ese pensamiento se desvaneció, ahogado en la oscuridad que avanzaba, lenta, implacable, como tinta en papel.
Entonces, todo se volvió negro…
… En la oscuridad, donde ella se sentía perdida, una figura comenzó a dibujarse con lentitud.
Nyrith.
¿Estaría alucinando?, ¿o había encontrado el dulce alivio de la muerte?
Piel blanca de Nyrith era como la nieve eterna, poseía ojos azules que brillaban con el fulgor de estrellas antiguas, cabello negro que flotaba alrededor de su rostro como serpientes dormidas. Su dios… ese que había dado su vida por los que amaba
— La salvación solo está en el sacrificio, hija mía — susurró Nyrith, extendiendo una mano espectral — Tú, el fragmento más puro de mí — su voz, aunque tranquila, no lograba trasmitir consuelo — el precio ya está pagado, Aisha. ¿O crees que tu vida te pertenece?
Aisha, desesperada, intentó alcanzarlo. Pero cuando sus dedos rozaron los del dios, un dolor abrasador le recorrió las venas.
Mientras, en la realidad, sus ojos se abrieron de golpe, pero ya no eran los suyos.
Brillaban con un resplandor plateado, idéntico al de la luna llena. Marcas azules, como runas olvidadas, florecieron en su piel, iluminando el agua con un fulgor sobrenatural.
Ragnar, que había estado luchando contra la corriente invisible, se detuvo, conteniendo el aliento: allí ya no estaba Aisha. Solo un vacío plateado, antiguo como las estrellas que vigilaron su linaje.
Las runas en su piel no eran marcas, sino heridas luminosas, como si los dioses estuvieran tallando su voluntad en la carne de la joven. Y algo golpeo su pecho:
Miedo.
Por primera vez en años, ese era un sentimiento que no conocía desde niño y le heló la sangra al reconocer que aquel poder no era humano, ni siquiera maldito… sino sagrado. Y lo sagrado, sabía, nunca estaba de su lado.
— ¡Aisha! — rugió, ignorando el ardor en sus pulmones, el agua que lo golpeaba como un muro viviente.
Se abalanzó hacia ella, agarrándola con fuerza. En ese instante, las sombras retrocedieron, como si temieran el contacto.
Cuando salieron del agua, el silencio fue absoluto.
El emperador, erguido en su trono, tenía los nudillos blancos alrededor del cetro. Los sirvientes se habían arrodillado, algunos murmurando oraciones, otros con lágrimas en los ojos. El general Dain tenía la espada desenvainada, pero ni siquiera él se atrevía a acercarse.
Aisha yacía inconsciente en los brazos de Ragnar, las marcas en su piel desvaneciéndose tan rápido como habían aparecido. Solo quedaba un tenue brillo en sus pestañas, luego… nada.
Ragnar no dijo una palabra.
Con la respiración entrecortada, el corazón latiéndole como si quisiera escapar del pecho, la apretó contra su torso y salió del estanque. El agua goteaba de sus ropas, de su cabello, pero su porte seguía siendo el de un príncipe: erguido, impasible, como si no acabara de presenciar algo que lo había aterrorizado hasta la médula.
— Mi príncipe… — empezó a decir un sirviente.
— Salgan — fue lo único que respondió Ragnar, con una voz tan fría que hasta el emperador dudó en interponerse.
Nadie se atrevió a detenerlo. Ni siquiera el emperador, cuyos dedos temblaron alrededor del cetro. Porque en ese momento, Ragnar no caminaba como un príncipe, sino como algo más oscuro: un hombre dispuesto a incendiar el mundo con tal de proteger lo que ya no le pertenecía.
Y así, se llevó a Aisha, no a las celdas. No a las habitaciones de los invitados.
A su propia habitación.
La puerta se cerró tras ellos con un golpe sordo, ahogando los murmullos de la corte. Ragnar no había soltado a Aisha ni por un segundo, como si al hacerlo, las sombras del estanque pudieran arrebatársela de nuevo. Pero ahora, en la penumbra de su habitación, lejos de las miradas hambrientas del emperador y los cortesanos, la fachada se resquebrajó.
Sus rodillas cedieron. Con cuidado casi reverencial, depositó a Aisha sobre la cama, y entonces—entonces — la realidad lo golpeó como un puño en el estómago.
Ella estaba fría.
Demasiado fría.
Las yemas de sus dedos temblaron al tocar su cuello, buscando un pulso. «Por favor» pensó, aunque no sabía a qué dios rogar. Él, que había desafiado a brujas y maldiciones, ahora suplicaba en silencio ante un poder que no comprendía.
— Despierta — murmuró, y su voz sonó quebrada, como la de aquel niño al que su padre había encerrado en las mazmorras para "curarlo" del miedo.
Pero Aisha no respondió. Solo el tenue brillo en sus pestañas delataba que algo sobrenatural latía en ella.
Ragnar apretó los dientes. No era el agua lo que lo ahogaba ahora, sino la memoria de Nyrith: aquellos ojos estelares, las runas floreciendo en la piel de Aisha como cicatrices de otro mundo. «¿Qué le había hecho?»
— No te llevara — susurró, inclinándose sobre ella, sus manos hundiéndose en las sábanas a ambos lados de su cabeza — No te dejaré ir. Ni, aunque tenga que arrancarle el corazón a ese dios con mis propias manos.
¿Quién se atrevería a desafiar a los dioses?, solo un maldito como él.
Fue entonces cuando Aisha jadeó.
Sus pupilas se dilataron, pero no eran humanas: reflejaban la luna llena, incluso allí, en la oscuridad de la habitación.
— Ragnar — dijo, y su voz era un eco de algo ancestral, cada sílaba resonó como el tañido de una campana hundida en el mar, como si la luna misma hablara a través de sus labios.
Él retrocedió como si lo hubiera golpeado. Por primera vez en su vida, el Príncipe Maldito sintió el verdadero peso de su nombre.