Oliver se levantó de su silla, alisándose la chaqueta con ese aire de seguridad despreocupada que tanto le irritaba a Kerem. El almuerzo había concluido, y el clima en el comedor, aunque aparentemente calmado, estaba cargado de las brasas y emociones contenidas.
—Kerem —dijo Oliver con una sonrisa—. Siempre es un placer compartir la mesa contigo, hermano —siseó con una sonrisa.
Kerem no respondió de inmediato. Ladeó apenas el rostro en su dirección, con el ceño levemente fruncido, los labios sellados en una línea tensa.
—Vendré otra vez en unos días. Hay algunos asuntos que discutir —agregó Oliver con naturalidad.
La mandíbula de Kerem se contrajo. Su tono fue seco —como siempre— casi cortante.
—No hace falta. Si es necesario, te llamaré yo.
Oliver dejó escapar una risa baja y arrogante.
—Cualquiera que te escuche pensaría que ya no soy bienvenido en tu casa —dijo, como si el veneno de sus palabras fuera una broma ligera.
—Ya vete —fue todo lo que respondió Kerem, con