El cielo amaneció plomizo, cubierto por una niebla que envolvía los jardines como un velo opaco. La mansión Lancaster, imponente incluso en la grisura, mantenía sus puertas cerradas al mundo, como si dentro no transcurriera el tiempo. Era temprano aún cuando el abogado Adrián Cavallari llegó.
Fue recibido con la formalidad de siempre y conducido al despacho de Kerem, donde la chimenea seguía encendida aunque el clima se deslizara con parsimonia. El hombre caminó tras el mayordomo en silencio, repasando mentalmente los puntos a tratar. Cuando entró al despacho, Kerem ya lo esperaba de pie, como si supiera el segundo exacto en que su presencia cruzaría el umbral.
—Me alegra verlo, señor Lancaster —dijo el abogado, estrechando la mano que Kerem extendió con precisión.
Kerem no respondió de inmediato. Se limitó a asentir apenas.
—No puedo decir lo mismo —murmuró al fin, sin rastro de cortesía. Su tono era neutro, pero no era difícil percibir el filo de indiferencia que lo revestía.