Mientras slena compartía una comida un tanto incómoda con los dos amigos. La cocina estaba en completo silencio, salvo por el sonido monótono del agua golpeando el acero de la tarja y el tintineo de los platos que Odelia frotaba con fuerza, casi como si quisiera arrancarles la vida. El jabón formaba una espuma espesa, y el vapor se alzaba formando una neblina ligera que le humedecía los cabellos oscuros pegados a las sienes. Fregaba con brusquedad, refunfuñando en voz baja, aunque no había nadie que la oyera.
—Pobrecita... —murmuró, con un tono que destilaba veneno—. Tan frágil, tan dulce... tan huérfana. ¿Quién se cree que es?
Su mandíbula se tensaba cada vez que pensaba en Lena sentada a la mesa, codeándose con Oliver y el señor Kerem. Se secó las manos con un trapo mientras sus ojos destilaban rabia, como si el acto de limpiar un simple vaso fuera un reflejo de lo que le habría gustado hacer con la intrusa que ahora vivía bajo el mismo techo.
—Desde que llegó, todo cambió… —es