La tarde se colaba por los ventanales como una cinta de oro fundido. El silencio que reinaba en la mansión Lancaster solo era interrumpido por el lejano cantar de algún ave y el zumbido tenue del sistema de climatización. Odelia acababa de ordenar el salón cuando el timbre sonó con firmeza. Se dirigió hacia la puerta con su andar habitual —recto, práctico, sin adornos— y al abrir se encontró con un hombre vestido con una camisa de lino clara, chaqueta marrón y un maletín negro en la mano.
—Buenas tardes —saludó el visitante—. Soy el doctor Marius Kessler. Vengo a hacer la revisión del pequeño zorro.
Odelia frunció el ceño con rapidez, sus ojos se entrecerraron con la misma suspicacia que tantas veces había dirigido a Lena.
—¿Zorro? Se equivoca. Aquí no hay animales. El señor Lancaster no los tolera, y menos uno salvaje.
—No lo creo. —El veterinario mantuvo el tono tranquilo, profesional—. Ayer recibí un correo firmado por Oliver Carrington en persona, con las especificaciones. Vengo d