El sol descendía perezoso sobre los jardines de la mansión Lancaster.
Lena tenía las manos hundidas en la tierra negra, suave, húmeda, cargada de ese aroma tan propio de la vida. El mismo que ella decía que olía “a milagros”. Su vestido claro estaba manchado en las rodillas, su cabello castaño recogido en un moño flojo, con mechones sueltos pegados a sus mejillas sudorosas. Pero no se quejaba.
Porque en ese rincón, entre la tierra y las flores no se sentía sola.
Kerem había cumplido su palabra.
Esa misma mañana, justo después del desayuno, dos camiones se estacionaron frente a la propiedad. Traían rosales. Muchos. Más de los que Lena habría podido imaginar. De todos los colores. Rojos, blancos, rosa pálido y amarillos. Los eligió todos.
Había terminado con el jardín trasero, no quedaba rastro del desastre que hizo Odelia, ahora ese jardín lucia hermoso.
Entonces Lena decidió llevar nuevos rosales al jardín principal y ahí estaba, plantándolos uno a uno. Con cuidado. Con amor. Con una d