El corazón de Kerem ardía como un hierro al rojo vivo con la sola idea de lo que habría ocurrido si no hubiera llegado a tiempo.
La imagen de su madre levantando la mano contra Lena lo hacía tensar la mandíbula, y aunque sus ojos ciegos no podían ver nada, mantenía el mentón erguido con la misma firmeza con la que había gobernado cada rincón de su vida.
—¿Cómo puedes defender a esta mugrosa antes que a tu madre? —la voz de Celeste sonó herida, victimizada, como si fuese la mujer más lastimada del mundo. Se llevó la mano al pecho, teatral, casi como si fuera a desmayarse.
Lena apretó los puños. Había soportado lo suficiente. Sus labios se curvaron en una sonrisa sin humor, y un destello de furia encendió sus ojos.
—¡Quítate, que ahora sí la mato! —rugió, empujando a Kerem a un costado con una fuerza que ni ella sabía que tenía.
Antes de que alguien pudiera detenerla, se lanzó contra Celeste como un gato salvaje. Le tiró del cabello, la arrastró hacia atrás y sus uñas se clav