Kerem no alcanzó a reaccionar.
Ni siquiera pudo maldecir.
—Tengo que irme —anunció Celeste con desdén, mirando el reloj de su muñeca—. Te quedas con Úrsula.
Su voz sonó implacable. Como si se deshiciera de una carga.
Los pasos de sus tacones resonaron con arrogancia al girar hacia la puerta, pero antes de marcharse, se detuvo.
Con una mirada de escaneo descendió desde los tobillos de Lena hasta su rostro.
Fue lenta. Crítica, ni siquiera se molestó en mostrar que su presencia le irritaba.
Sus ojos claros chispearon de burla al toparse con los de ella. Y la sonrisa que curvó sus labios rojos fue todo menos sutil. Era triunfante.
Como si hubiera marcado su territorio. Como si gritara para sus adentros que Lena no pertenecía a ese mundo.
Que no estaba a su nivel.
Y sin decir una sola palabra más, Celeste se dio media vuelta y desapareció por la puerta.
El silencio volvió a reinar por algunos segundos, en los cuales Kerem frunció el ceño mientras sus dientes y puños se