Kerem permaneció de pie en el salón principal, inmóvil, con los labios tensos y la expresión dura como mármol. Úrsula acababa de marcharse. El eco de sus tacones aún vibraba en su oído, perdiéndose por el largo corredor hasta la entrada. Él ni siquiera se molestó en despedirse. No fue él quien le pido que fuera e incluso fue considerado y no la echó a patadas.
Su piel aún llevaba el rastro tibio de sus manos… y no le había provocado absolutamente nada.
Ni un leve estremecimiento, ni la más mínima señal de vida en su entrepierna. Había dejado que lo tocara, había permitido sus besos en el cuello, sus susurros fingidos… y ni un solo músculo de su cuerpo reaccionó. Solo sintió fastidio, indiferencia.
La vergüenza lo atravesó con un filo silencioso.
Jamás le había pasado eso, su pene siempre reaccionaba al estímulo de una mujer.
—Branwen —llamó exaltado.
La voz de la ama de llaves llegó nítida, obediente, unos segundos después.
—Sí, señor —dijo con preocupación, ella ya sabí