El sol de la pampa se derramó por el ventanal de la habitación, una luz dorada y limpia que parecía ignorar la oscuridad que se anidaba en la estancia. Selene se despertó primero, envuelta en los brazos de Florencio. Por un instante, se permitió la indulgencia de la quietud, del calor de su cuerpo, de la sensación de seguridad que era tan adictiva como peligrosa. Pero el recuerdo de la noche anterior, de la confesión de Elio, volvió como una marea fría. Se apartó de él con cuidado, deslizándose fuera de la cama.
Lo encontró una hora más tarde en el comedor principal, una sala inmensa con una mesa para veinte personas que nadie había usado en años. Estaba sentado a la cabecera, una taza de café frente a él, ya vestido con la armadura del Gobernador: una camisa impecable, pantalones de vestir. La vulnerabilidad de la noche anterior había sido guarda