105.

El ascensor sonó a las tres de la tarde.

Florencio entró al departamento como si viniera de una guerra invisible. El traje abierto. El nudo de la corbata suelto. Ojeras que no disimulaban el insomnio. Y una expresión que no había traído la última vez: alerta, pero no por peligro.

Por traición.

Selene lo vio desde el pasillo.

Estaba descalza. Con un vestido negro suelto. Nada debajo.

Él la miró.

—¿Te pasó algo?

—No —respondió ella, demasiado rápido.

Él no insistió.

Solo dejó el maletín sobre la mesa.

—¿Vos?

Florencio suspiró.

—Pasa que hay intendentes que creen que puedo ser reemplazado.

—¿Y pueden?

—Todavía no.

Se quitó el saco. Se sirvió un whisky. Ni hielo ni agua.

Selene lo observó beber.

Había algo distinto en él.

No miedo.

No culpa.

Otra cosa.

—¿Quién es el líder?

Florencio la miró de costado.

—Un intendente de Mar del Plata. Se llama Darío Ripalda. Era un don nadie hasta hace semanas. Pero alguien lo está financiando. Está hablando en nombre del “pueblo abandonado por la Capital
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