El eco de los pasos de Selene subiendo por la escalera metálica fue como el sonido de una cuenta atrás. Abajo, el infierno había alcanzado su máxima temperatura.
Florencio luchaba espalda con espalda con Kael, y el único mercenario que les quedaba. Se habían refugiado en un pequeño cuarto de control en la planta baja, usando el marco de la puerta como un cuello de botella; era la última trinchera. Los luisones, una marea de furia y garras, se lanzaban contra ellos, sus cuerpos chocando contra el metal en un intento desesperado por superar la barricada de maquinaria que habían improvisado.
El fusil de Florencio cantaba una canción de muerte. Cada ráfaga era precisa, controlada. Apuntaba a las cabezas, a los pechos, como Selene le había enseñado. Vio caer a dos. Pero por cada uno que caía, otro ocupaba su lugar. Eran demasiados. Y se estaba quedando sin munición.
Kael, a su lado, era una máquina de matar. Su profesionalismo era un baile frío y eficiente en medio del caos. Pero incluso