061.
El cuerpo de Selene temblaba. No por frío. Ni por miedo. Sino por una grieta nueva que no sabía de dónde había salido.
Aún estaba sentada en la arena húmeda. Las olas mojaban sus tobillos. La luna volvía a esconderse entre nubes como si sintiera vergüenza de haberla mirado llorar.
El viento se llevó los últimos rastros de ese grito que no había sido aullido. Ni humano. Ni nada.
Un lamento animal y roto.
Selene se incorporó, tambaleándose. Las piernas le fallaban. Como si hubieran envejecido de golpe.
El pecho le ardía. No por las marcas. Ni por el esfuerzo. Sino por dentro.
Como si un fuego se apagara con agua salada.
La sal… La sal.
¿Y si era eso lo que estaba matando a la loba?
El mar. El contacto constante con la humedad. Con la salinidad.
Ese ritual de Mar. Ese roce con la costa. Esa humedad en la casa.
¿Estaba siendo domesticada a la fuerza?
Se miró las manos. Las uñas no tenían garras. Las venas ya no vibraban.
Y entonces algo dentro suyo crujió.
Una certeza: Si no volvía a tran