062.

Selene se quedó en el umbral de la puerta. Muda. La toalla todavía goteaba en su mano. El cuerpo aún húmedo en sodio. El alma, todavía salada por dentro.

Florencio dio un paso al frente. Pero no la tocó.

La miró como se mira algo que quema. Como si tuviera en frente una llama a la que no sabía si acercarse o apagar.

—¿Fuiste vos? ¿En la playa? ¿El informe térmico no miente, Selene.

Ella sostuvo la mirada. Sin pestañear.

—Sí. Era yo.

Florencio tragó saliva. Los músculos de la mandíbula se le marcaron. Pero no por bronca. Por contención.

—¿Y el tipo?

—No lo maté. No lo toqué.

—Pero lo ibas a hacer.

Silencio.

Florencio entró un paso más. Ahora estaba dentro de la casa. Dentro del aire. Dentro del espacio íntimo.

—Yo te salvé —dijo, con la voz apagada—. Te encontré desnuda, sangrando… Te curé. ¿Me mentiste desde ese día?

Selene apretó la toalla. La arrugó. La clavó en sus uñas.

—No. No te mentí. Te oculté. No es lo mismo.

Florencio sonrió con amargura.

—¿Y qué parte me ocultaste, entonces
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