047. La Fiebre del Instinto
El camino de regreso a la cabaña fue un peregrinaje a través del dolor y la vergüenza. Cada paso era una batalla. El frío de la noche se le había metido en los huesos, y el barro seco sobre su piel se sentía como una segunda capa de humillación. Sostenía los jirones de su ropa contra el pecho, un escudo patético contra el recuerdo de las manos de Elio, de su desprecio, de su rechazo.
Cuando llegó a la puerta, dudó. Entrar significaba aceptar la derrota, volver a la jaula concedida por un hombre que ahora estaba a cientos de kilómetros, moviendo los hilos de su otro mundo, probablemente ajeno al infierno que ella acababa de vivir. Pero el bosque ya no era una opción. Estaba lleno de los fantasmas de Elio, de los ojos invisibles de Mar. La cabaña, con todo su olor a Florencio y a encierro, era el único lugar en el mundo donde podía lamerse las heridas.
Entró. El silencio la recibió. La calidez residual de la chimenea era un consuelo mínimo. Dejó la ropa desgarrada sobre una silla, un t