027.
Esa madrugada, Florencio Lombardi no pudo dormir.
Caminó por los pasillos del ala presidencial con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido, como si buscara entre las paredes una respuesta que no estuviera en los informes. Los mármoles le devolvían su sombra alargada. La noche tenía ese eco de cosas a punto de estallar. Y él lo sabía.
Subió a la terraza sin escoltas. El aire estaba húmedo. La Laguna del Plata se perdía a lo lejos, detrás de los tejados iluminados artificialmente.
Se inclinó sobre la baranda. Pensó en Selene.
No en la Selene que besaba bajo las sábanas, ni en la que discutía con argumentos que rozaban la poesía, sino en la otra: la que caminaba como si escuchara cosas que él no podía oír.
Y pensó en Mar.
Y en el cuchillo mental que parecía esconder detrás de cada mirada.
Todo se le estaba desbordando.
Y sin embargo, se mantenía firme. Como un león en la cornisa.
—Vamos a empezar con los operativos —dijo en voz baja—. Discretos. Sin escándalo.
Una voz detrás suyo i