024.
Mar abrió los ojos.
No sintió su cuerpo al principio. O, mejor dicho, no lo sintió como propio. Era como estar dentro de otro cascarón. La piel húmeda. Las articulaciones entumecidas. Un hormigueo en la base del cuello que bajaba por la columna como si algo invisible la recorriera.
Selene estaba frente a ella. Sentada en una silla. Las piernas cruzadas. Los brazos apoyados sobre las rodillas. La mirada afilada.
Silencio.
—¿Dónde estoy? —preguntó Mar con voz ronca.
—En mi casa —la voz de Selene fue neutra. Sin afecto. Sin reproche—. Te encontré en la orilla. Semidesnuda. En trance. Habías hecho un ritual.
Mar intentó incorporarse, pero un calambre la atravesó.
—No lo pude controlar —susurró.
—Lo hiciste igual. Aunque sabías que podía matarte.
—Prefería morir siendo otra cosa que seguir viva siendo esto.
Selene cerró los ojos. Respiró hondo.
—¿Te duele?
Mar se miró el cuerpo.
Los brazos aún mostraban restos de escamas. Azules. Pálidas. Como si se disolvieran en la piel. Una mancha en el