CAPÍTULO 67: LATIDOS CRUZADOS
Eden
El pasillo está tan silencioso que hasta la alfombra parece contener el aliento. Cierro la puerta de mi habitación, apoyo la espalda en la madera y, en cuanto el pestillo encaja, todo se desmorona. Dejo que las lágrimas empapen mis mejillas mientras siento mi respiración rota y un temblor que no sé si viene del frío siberiano o del nombre que sigue latiendo en mi garganta: Nikolai.
Me repito —como un mantra de supervivencia— que fue sólo el hielo, la luna pálida, las hormonas bailando con mis neuronas. Pero la imagen vuelve: su mano grande sobre mi vientre, el golpecito de la bebé y esa frase en ruso que entendí demasiado bien para fingir ignorancia.
Me hundo en la cama, abrazando la almohada como si pudiera exprimirle respuestas. El algodón huele a jabón caro y a madera, nada que debería oler a casa… y aun así me arropa. ¿Cómo terminé aquí, embarazada de un hombre que huyó y me dejó sola, para ahora ser protegida por su hermano, el pecador arrogante