Leonardo se quedó de pie en el umbral, observando a Alanna. Ella sostenía la manija de la puerta con los dedos temblorosos, lista para salir disparada. Su pecho subía y bajaba con agitación. Tenía los ojos hinchados, el rostro surcado por lágrimas secas y el cabello revuelto. A su lado, sobre una mesita antigua, descansaba el diario de su madre, abierto por la mitad, como si aún estuviera en pleno grito.
—No lo hagas —dijo Leonardo con voz firme pero pausada, sin levantar el tono—. No así, Alanna.
Ella se giró lentamente. Su mirada era una mezcla de rabia, dolor y desesperación. Apenas podía sostenerse en pie, pero la furia la mantenía erguida.
—¿Cómo que no lo haga? ¿Acaso leíste lo mismo que yo? ¡Allison…! ¡Allison la maltrató, la humilló! ¡Le robó mi voz, me arrancó de su lado, y ahora… ahora mamá está muerta! —sollozó golpeando su propio pecho— ¡Muerta, Leonardo!
Leonardo avanzó hacia ella con pasos lentos, como si se acercara a una bestia herida.
—Lo sé —murmuró—. Y créeme que me