Alanna cruzó el umbral de su hogar en silencio. El eco de sus pasos en el mármol la envolvía como un susurro triste. No necesitaba mirar alrededor para saber que todo seguía igual… pero nada se sentía igual. Las flores del jarrón en la entrada seguían frescas, el aroma a canela aún flotaba débilmente en el ambiente, y sin embargo, el corazón de la casa había dejado de latir.
Leonardo cerró la puerta con cuidado detrás de ella. Sus ojos no se despegaban de Alanna, pero respetaba cada segundo de su duelo.
Ella no esperó compañía. Subió las escaleras con lentitud, como si cada peldaño pesara toneladas, y se dirigió a su cuarto. Entró sin encender la luz, permitiendo que la penumbra la envolviera. No necesitaba ver. Ya conocía cada rincón de ese lugar. Cada cuadro. Cada perfume. Cada marca invisible que su madre había dejado en las parede de su corazón.
Abrió el armario con manos temblorosas. Allí seguían sus vestidos. Los mismos que alguna vez la ayudó a elegir para cenas elegantes o tar