Lucia
El trayecto hasta la suite se hace en un coche con cristales tintados.
No se dice una palabra.
Solo el suave tintineo de su reloj cuando verifica la hora.
Como si incluso la noche de bodas debiera seguir una agenda.
Fijo un punto en el cuero del asiento.
Un rasguño minúsculo.
Un defecto casi tranquilizador en todo lo que, a mi alrededor, es demasiado liso, demasiado limpio, demasiado pulido.
Él no me toca.
Ni siquiera me mira realmente.
Pero su silencio es más elocuente que cualquier mano.
Él quiere. Él espera.
Y yo, me mantengo firme.
El hotel es inmenso.
Un palacio fuera del mundo, situado allí como un territorio aparte, fuera de jurisdicción.
Lo llaman la suite real.
Un piso entero. Ventanas panorámicas. Una bañera redonda como un escenario.
Una cama tan vasta que podríamos dormir sin cruzarnos nunca.
Cuando entro, siento un revuelto en el estómago.
No por la decoración, que es suntuosa, neutra, impersonal, no, es por la cama.
Está allí.
Como una bestia.
En el centro de todo.