A lo lejos, un aullido débil rasgó el silencio del bosque como una llamada desesperada.
Armyn clavó los ojos en la penumbra y, antes de pensar, su loba interior —Astrea— gruñó con la voz de la sangre.
—¡Es él! —exclamó la loba en lo profundo de su pecho.
El olor del bosque cambió de repente bajo sus patas: miedo, sucio y punzante, y algo más, más oscuro, un rastro que no podía confundirse. Sangre.
Sin mirar atrás, corrió. Su corazón latía tan fuerte que pensó que lo escucharía todo el reino; el fuego que la habitaba se convirtió en impulso animal.
Atravesó claros y zarzas, saltó troncos, se deslizó por senderos que solo una reina con instinto conoce.
Iba lejos de la seguridad del palacio, lejos de la manada Ígnea, cruzando el territorio como una furia encendida.
A pocos kilómetros, en un descampado donde la maleza aún olía a humo y pisadas, los guardias sostenían al pequeño Dyamon con manos ásperas.
Él sollozaba, cara empapada, piernas temblando, y trataba de liberarse entre gritos inf