“La primera imagen apareció en la pantalla con un silencio sepulcral en la sala.
Allí estaba Mia, sentada frente a una mesa de madera. Entre sus manos temblorosas, pero firmes, sostenía un trozo de barro húmedo.
Sus dedos, delicados como pinceles, trabajaban con paciencia y precisión, acariciando la arcilla hasta darle forma.
El movimiento era lento, casi ritual, como si cada figura que emergía del barro llevara consigo un fragmento de su alma.
Mientras moldeaba, tarareaba una canción infantil, una melodía suave y dulce que llenaba, en total contraste con la dureza del ambiente que la rodeaba.
Era la voz de una niña atrapada en un mundo que la exigía más de lo que podía dar, pero aun así encontraba refugio en la música.
De pronto, la cámara mostraba a dos figuras detrás de ella: Fermín y Silvia.
Ambos tenían los brazos cruzados, los rostros tensos, endurecidos por la impaciencia.
Sus miradas eran dagas. Con gestos bruscos y palabras afiladas, la apuraban.
La obligaban a trabajar