Aprovechando la oscuridad de la noche, Mia salió de la mansión con pasos apresurados, casi temblorosos.
La brisa fría le azotaba el rostro y le erizaba la piel, pero no se detenía.
Cada sombra parecía perseguirla, y cada crujido de la calle la hacía saltar. No había tiempo para pensar, no podía permitir que el miedo la detuviera ahora.
Sabía que lo que estaba a punto de hacer pondría todo en juego, pero también entendía que no había vuelta atrás.
Al salir, levantó la mano y detuvo un taxi que pasaba. Subió sin mirar atrás, aun sintiendo el peso de las miradas invisibles de aquellos que podían estar observándola.
—Al cementerio… —dijo con voz firme, aunque le temblaban las manos—. Rápido, por favor.
El taxista la miró con cierta extrañeza, como si percibiera algo más allá de lo que ella decía.
Tal vez era la determinación en sus ojos, la tensión que se irradiaba de su cuerpo, o tal vez solo era la oscuridad de la noche mezclada con su nerviosismo.
No dijo nada más, solo asintió y arran