Amadeo y Abril corrían a toda prisa, sus corazones latiendo con fuerza, el aire helado cortando su piel.
Cada paso era un golpe de adrenalina, cada respiración un recordatorio de lo cerca que estaban del peligro. Sin embargo, cuando pensaban que podían escapar, un hombre bloqueó su camino.
La pistola que sostenía brilló bajo la luz, y un escalofrío recorrió sus espinas dorsales. Era Mario.
—¡Suelta esa pistola! —gritó Amadeo, tratando de mantener la calma mientras su mirada se clavaba en el de su enemigo.
Mario no titubeó, sus ojos reflejaban rabia y determinación.
Pero antes de que pudieran reaccionar, Gregorio apareció detrás de ellos, apuntando con su propia arma.
—¡Abril, vuelve! —gritó con desesperación.
Abril lo miró fijamente, la rabia y la determinación luchando en sus ojos.
No retrocedería. Sin soltar la mano de Amadeo, se giró hacia él con una voz firme, cargada de resolución:
—Está bien… ¿Quieres que vuelva? Lo haré, pero antes… debes matar a Mario.
Todos quedaron perplejos