Al llegar a la exposición, el ambiente estaba cargado de expectativas.
El salón principal estaba iluminado con una luz cálida que resaltaba cada detalle de las obras expuestas.
Los invitados, vestidos de gala, recorrían los pasillos con copas en mano, comentando entre murmullos y exclamaciones los trabajos de los artistas.
En medio de todo ese bullicio, estaba Silvia. Sus esculturas ocupaban un espacio privilegiado en el centro de la sala, y un grupo de personas la rodeaba, lanzándole elogios sin cesar.
Ella sonreía con satisfacción, saboreando cada palabra de admiración como si fueran dulces.
Sin embargo, había una pieza en particular que capturaba todas las miradas: la última escultura, imponente, llamativa, y bañada por la luz de los reflectores que parecían haber sido puestos solo para ella.
Los comentarios se multiplicaban; los asistentes hablaban de la delicadeza de los trazos, de la fuerza emocional que transmitía, y del talento evidente de Silvia.
—Es tan hermosa —exclamó una