Abril abrió los ojos lentamente, y por primera vez en su vida, un terror absoluto la paralizó: no reconocía el lugar donde estaba.
Parpadeó varias veces, intentando enfocar, y su corazón empezó a latir con violencia.
Todo era blanco, un techo impoluto que reflejaba una luz fría, casi clínica, que le quemaba la retina.
Su cuerpo temblaba de manera incontrolable, un temblor que no era solo físico, sino que nacía de un miedo profundo, de ese que se instala en el pecho y que hace que todo a tu alrededor parezca irreal y lejano.
Se obligó a enderezar la postura, a tomar aire, aunque cada respiración le dolía en el pecho.
Sus manos temblorosas se aferraron al borde del frío asiento sobre el que había despertado.
Fue entonces cuando lo vio. Al principio no quiso creerlo, su mente se negó a aceptar lo que sus ojos registraban.
Allí, sentado, encorvado, con la mirada clavada en el suelo, estaba él. Gregorio.
El hombre que la había perseguido en sus sueños y que ahora estaba frente a ella, tan