—No podemos, Mia.
La voz de Aníbal sonó grave, cargada de una lucha interna que lo estaba consumiendo.
Él sabía que debía detenerse, que lo que ocurría entre ambos era un abismo peligroso del que ya no habría regreso.
Sin embargo, cuando sus ojos se toparon con los de ella, con ese brillo infantil y al mismo tiempo tan intensamente humano, su corazón se estremeció.
Ella lo miró con esos ojitos tristes, enormes, llenos de una vulnerabilidad que lo desarmaba.
El puchero que se dibujó en sus labios fue como un golpe directo a su resistencia; era tan dulce, tan inocente… tan imposible de rechazar.
Las manos de Mia, pequeñas y temblorosas, se elevaron hasta su camisa y con una torpeza calculada comenzaron a abrir los botones.
Aníbal quedó inmóvil, mirándola con un desconcierto que lo estaba devorando por dentro.
—Abrazo… —murmuró ella con voz suave, mientras sus manos se colaban por dentro de la tela, buscando el calor de su piel.
Lo abrazó, presionando su rostro contra su pecho desnudo, c