Aníbal reclinó el asiento trasero, con un movimiento brusco que revelaba tanto autoridad como urgencia.
Con cuidado —aunque también con un fuego que apenas contenía— tomó a Mia por la cintura y la sentó a horcajadas sobre él.
La joven lo miró con esos ojos grandes, aparentemente ingenuos, pero brillantes, de una intensidad peligrosa, casi hipnótica.
El contacto de sus cuerpos era demasiado íntimo. El coronel, que había visto la guerra y conocido el miedo real en los campos de batalla, se encontró ahora vulnerado por una muchacha que fingía torpeza, que jugaba a ser débil, pero que lo envolvía con una sensualidad natural, salvaje.
Inclinó el rostro y comenzó a besar su cuello. El sabor de su piel tibia lo embriagaba, el aroma dulce y fresco que la envolvía parecía encenderle la sangre.
Escuchaba sus pequeños gemidos, cortos, contenidos, como si fueran escapes de placer disfrazados de inocencia.
Ella, en silencio, lo dejaba guiarla.
Sus manos se aferraban a sus hombros con una fuerza qu