Tres meses después.
Dhalia permanecía en reposo, recluida en esa habitación amplia pero asfixiante.
La ventana dejaba entrar un rayo tímido de luz, iluminando las sábanas blancas y frías.
Se sentía atrapada, inútil, como una planta en maceta que alguien mantiene viva solo por costumbre.
Su cuerpo estaba sano, pero su espíritu… cansado. Su vientre abultado, de casi cinco meses.
Escuchó el sonido de la cerradura y su corazón dio un salto. Lo conocía demasiado bien: el clic del metal, el crujir lento de la puerta. Siempre a la misma hora, siempre con la misma calma calculada.
Ese hombre.
Ricardo entró como si fuera dueño del aire de la habitación, llevando en sus manos una bandeja.
El aroma dulce y cálido del pastel de manzana la envolvió antes de que pudiera verlo del todo.
Siempre acertaba con sus antojos, como si la conociera mejor que ella misma: helado de vainilla los días calurosos, sopas suaves cuando llovía, dulces cuando la melancolía la vencía.
Pero la ternura aparente chocaba