Amadeo y Ricardo llevaron a la mujer y a Benjamín con ellos, arrastrándolos a la fuerza hasta la mansión.
La noche había caído con un silencio inquietante, roto apenas por el crujido de las botas sobre el suelo húmedo. Nadie en la casa se atrevió a interponerse en su camino.
El destino de aquellos dos ya estaba marcado.
Los condujeron directamente al sótano, un lugar oscuro, apenas iluminado por una lámpara amarillenta que colgaba del techo.
El aire estaba impregnado de humedad y un olor metálico se mezclaba con el polvo acumulado.
Ahí, sin compasión, los ataron de pies y manos.
Rebeca temblaba de miedo, incapaz de sostener la mirada de Amadeo. Sus labios se movieron entre sollozos hasta que logró gritar con desesperación:
—¡Amadeo! ¡Estás loco, no puedes hacerme esto!
Pero él no mostró piedad. Sus ojos destilaban una furia contenida, aunque su sonrisa burlona revelaba que disfrutaba de verla acorralada. Caminó hacia ella lentamente, con la calma de un depredador que juega con su pres