Ricardo sentía su corazón latir con un dolor que lo desgarraba desde adentro.
Cada golpe de su pecho era un recordatorio de todo lo que estaba en juego: la vida de Dhalia, el amor que apenas había comenzado a florecer entre ellos, y la promesa que él mismo se había hecho de nunca dejarla sola.
Tenía miedo. Un miedo que le quemaba la garganta y lo dejaba sin aire, pero al mismo tiempo, un fuego lo impulsaba a seguir adelante.
No podía fallarle. No ahora.
Amadeo conducía con las manos firmes en el volante, sus ojos clavados en el horizonte.
Detrás de ellos, una caravana de autos negros avanzaba como un ejército en la oscuridad, cargados de guardias armados y dispuestos a todo.
La tensión dentro del vehículo era tan densa que parecía que el aire mismo pesaba.
—¡La vamos a encontrar, Ricardo! —exclamó Amadeo con voz grave, intentando transmitir confianza.
Ricardo asintió, tragando saliva.
Quiso responder con convicción, pero en el fondo de su corazón se agitaba un miedo profundo, un miedo