El auto se detuvo frente a la casa en las afueras de Munich. La ciudad alemana dormía, ajena a lo que acababa de suceder esa noche. Viktor estacionó sin una palabra, sus manos estaban firmes sobre el volante. Alina, sentada en el asiento del copiloto, se mantenía en silencio, mirando a través de la ventana como si el mundo exterior fuera irrelevante. Un peso la oprimía desde el interior, una angustia que no podía ser descrita. El miedo y la rabia la consumían, pero había algo más, algo profundo y oscuro que se estaba formando dentro de ella.
El disparo había resonado en sus oídos, y la imagen del cuerpo del hombre ruso cayendo frente a sus ojos se repetía en su mente una y otra vez. Ella, temblaba, había sido parte de esa condena. Sus manos estaban temblorosas, sentía el pecho acelerado, la culpa se apoderó de cada célula de su cuerpo. Pero lo peor de todo era que, en el fondo, en algún rincón oscuro de su alma, sentía que no podía detenerse. Viktor la había arrastrado a ese abismo, y