*CAPITULO 3: FORJANDO AL CUERVO*
—Sos un pelotudo, ¿sabías? —dijo Sarah mientras cosía la herida en el costado de Santi. La aguja entraba y salía con precisión, pero sin delicadeza. Cada puntada era como un castigo merecido. Santi apretaba los dientes sin quejarse. —Tuviste suerte. Si El Tuerto no hubiese estado borracho, estarías muerto. O peor. El joven miraba al techo, sin responder. La vergüenza pesaba más que el dolor. Sarah terminó el vendaje y lo miró a los ojos. —Escuchame bien, Santi. No vas a tener otra oportunidad. Si volvés a lanzarte como un perro rabioso, te van a abrir como a un chancho. Y todo lo que tu familia sufrió… va a haber sido en vano. Él asintió, débilmente. —Una vez que te recuperes, vas a entrenar conmigo. Todos los días. Sin excusas. Sin lloriqueos. Hasta que puedas hacerle frente a tipos como ese hijo de puta… y ganes. —¿Y si no puedo? —murmuró. Sarah se inclinó, seria, dura como el concreto. —Entonces morís. Y no quiero enterrar a otro chico más. --- Pasó un mes. El dolor se volvió rutina. Las pesadillas también. Pero la herida cerró. El cuerpo empezó a responder. Y Santi se levantó una mañana sin temblar al ponerse de pie. Sarah lo esperaba en el patio trasero del refugio, una especie de ring improvisado con neumáticos viejos y una bolsa de arena colgando de una viga. —Bienvenido al infierno —le dijo, lanzándole un b**e de madera—. Acá no vas a aprender a pelear bonito. Vas a aprender a sobrevivir. Santi atrapó el b**e. Lo sintió pesado, tosco… pero perfecto. —Empezamos con lo básico —continuó ella—. Derribos, defensa, cómo desarmar a alguien más fuerte que vos. Después vienen las armas. Pero primero… quiero que aprendas a leer la rabia. Si no la controlás, te va a controlar a vos. —No vine a aprender karate, Sarah. Vine a matar. —Y yo no vine a cuidarte, Santi. Pero acá estamos. Silencio. Sarah se colocó frente a él. Sin aviso, lo golpeó con una patada al estómago que lo tiró al suelo. —Primera lección: nunca bajes la guardia. Santi tosió, dolido… pero sonrió. Por primera vez desde aquella noche, sintió que estaba haciendo algo más que sobrevivir. Estaba comenzando a cambiar. A forjarse. A volverse el monstruo que Danma City necesitaba temer. *CAPITULO 4: EL INSTINTO DE SANTI* La noche caía con pesadez sobre Danma City. La lluvia se había detenido, pero el pavimento seguía húmedo, reflejando las luces rojas y amarillas de los letreros de los negocios cerrados. Sarah y Santi caminaban en silencio por las calles del distrito cinco, buscando algo que comer. Habían pasado dos días desde su última comida decente. —Podríamos revisar la tienda de la esquina —murmuró Sarah, observando con atención el frente oscuro de una panadería abandonada. Santi asintió, pero algo captó su atención. A unos metros, bajo un poste de luz parpadeante, una figura menuda caminaba lentamente por la acera. Era una niña, de no más de siete años, descalza, con la ropa sucia y rasgada. Tenía la mirada perdida, los ojos grandes, apagados por el hambre y el miedo. —¿Sarah… ves eso? —dijo él, deteniéndose. Ambos se acercaron. La niña no reaccionó de inmediato. Parecía caminar sin rumbo, arrastrando los pies como si no le quedara energía. De pronto, una sombra emergió desde un callejón lateral: un hombre mayor, sucio, con los dientes rotos y la mirada enferma. Se acercó a la niña como un buitre. —Ven, pequeña… no tienes que estar sola —dijo con voz ronca, extendiendo la mano hacia ella. Santi no dudó ni un segundo. —¡Aléjate de ella, bastardo! —rugió, avanzando a toda velocidad. El hombre apenas pudo girarse cuando Santi le tomó el brazo con una fuerza brutal y, sin vacilar, le lanzó un puñetazo directo a la mandíbula. El crujido fue seco. El tipo cayó al suelo inconsciente como un saco de carne podrida. La niña temblaba. No lloraba. Ni siquiera hablaba. Sólo lo miraba con esos ojos enormes, llenos de un dolor que no debía existir en alguien tan joven. —¿Estás bien? —preguntó Santi, arrodillándose frente a ella. Ella apenas movió la cabeza. —Me llamo… Indira —susurró. Sarah se acercó rápido, poniéndole su chaqueta sobre los hombros. —Ya no estás sola, ¿me oyes? —le dijo con suavidad—. Nadie más te va a tocar. Nunca más. Santi miró a Indira con una mezcla de furia y compasión. Vio en ella la misma oscuridad que ahora ardía en su interior. La ciudad se había llevado demasiado. Pero no se llevaría a esta niña. —Te prometo que te voy a cuidar —dijo, y lo juró como una sentencia.