Lucía entró en la oficina de Daniel con la gracia letal de una pantera que ha encontrado a su presa. Su rostro, esculpido por la tensión de las últimas horas, mostraba una gravedad que transformaba por completo su apariencia habitual. En sus manos con dos tazas de café, ya no era la asistente que se difuminaba en las sombras de los pasillos corporativos; su silueta se recortaba contra la luz grisácea del amanecer como la de una guerrera que ha decidido librar la batalla más importante de su vida.
Sus ojos, aunque marcados por el cansancio que dibujaba círculos violáceos bajo sus párpados, brillaban con una determinación acerada que Daniel reconoció como el reflejo de su propia desesperación transformada en fuerza. Los tacones de sus zapatos repiquetearon contra el mármol del suelo con un ritmo que parecía una declaración de guerra—cada paso una nota musical en la sinfonía de su nueva identidad.
—¿Estás preparado? —su voz era baja, pero firme, cada sílaba cargada de una intensidad que