Dos metros cuadrados. Lucía había calculado mentalmente las dimensiones del ascensor, una jaula de metal que ahora se sentía como una trampa exquisita. Dos metros cuadrados donde fingir que no sentía el calor irradiando del cuerpo de Daniel, donde pretender que su proximidad, tan densa y envolvente, no la afectaba hasta lo más íntimo. Dos metros cuadrados donde mantener la compostura mientras el aire, ya pesado por el calor de la oficina, se volvía más denso que el mercurio, cargado con la promesa de algo inminente.
El silencio era una entidad viva, palpitante, rota solo por el eco de sus respiraciones. In-out, in-out. Un ritmo compartido, una danza íntima que ninguno de los dos había pedido aprender, pero en la que sus cuerpos parecían participar con una sincronía perturbadora.
Daniel había aflojado su corbata —un gesto tan impropio de él, tan inesperado— y el primer botón de su camisa se había desabrochado, revelando la base de su cuello. Allí, un pulso latía con la regularidad de u