Cuarenta y ocho horas. Exactamente cuarenta y ocho horas desde que Marco —¿Marco?— había desaparecido entre los murmullos de la cena benéfica, dejando a Lucía con el sabor amargo de las palabras no dichas y la confusión de una identidad que se desdibujaba como humo entre sus dedos.
El aire acondicionado de la multinacional Meridian Corp había elegido este preciso momento para su acto de rebeldía silenciosa, una protesta muda contra la pulcra eficiencia del lugar. Qué ironía, pensó Lucía, mientras las gotas de sudor, diminutas y traicioneras, se deslizaban por su escote como pequeñas perlas líquidas, desafiando su inmaculada compostura. Y más abajo, oculta bajo el tejido de su vestido ejecutivo, sintió que la humedad se extendía, empapando sutilmente sus bragas blancas, inmaculadas hasta hacía un instante. Hasta las máquinas se rebelaban contra el orden establecido, y su propio cuerpo parecía unirse a la conspiración.
El calor se adhería a su piel como una segunda epidermis, densa y pe