Aria escoltó a Sofía a la lujosa habitación de invitados, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada y sin pestillo, una precaución inútil en una casa donde la vigilancia era invisible, pero necesaria para la tranquilidad de su hermana.
Sofía, todavía temblando por la audacia de su llegada y el rostro furioso de Victtorio en la escalera, se derrumbó en la cama.
—No debiste venir —susurró Aria, sentándose junto a ella—. Nuestros padres tienen razón, es peligroso.
—¿Peligroso? ¡Estás casada con un asesino, Aria! —Sofía se incorporó, sus ojos llenos de lágrimas—. Nuestros padres nos vendieron. Me contaron que fue para salvar la fortuna, para pagar la deuda que habían hecho por salvarme de la muerte.. y que tú tomaste la decisión.
—No fue una elección, Sofía. Fue la única opción —dijo Aria con amargura. La vendieron para salvar la fortuna y a Sofía, y ella se sacrificó—. No importa ahora. Lo hecho, hecho está. Pero tú tienes que ser cautelosa.
—No puedo serlo. ¿Qué vas a hacer?