La luz entraba tamizada entre las cortinas gruesas de la habitación principal de la mansión Marchetti. Era una claridad suave, dorada, que no combinaba en absoluto con la tensión afilada que flotaba dentro del dormitorio.
Aria despertó primero.
Abrió los ojos lentamente y sintió un peso cálido sobre su cintura. Era el brazo de Victtorio. Él dormía boca abajo, una mano sobre ella como si fuera un ancla. Como si, incluso dormido, necesitara recordarle que era suya. O que quería creerlo.
Aria soltó un suspiro tan silencioso como un pensamiento. La noche anterior había sido una guerra disfrazada de rutina: la ducha, la pelea, la provocación, la huida emocional. Su corazón todavía latía incómodo con el recuerdo del labial en el cuello de él. Aunque no debía importarle, su cuerpo reaccionaba con una traición propia.
Movió con cuidado la mano de Victtorio para levantarse, pero él reaccionó de inmediato.
Su brazo se tensó, y su voz rugosa y somnolienta vibró contra su espalda.
—¿A dónde vas?