El rugido de los tambores ceremoniales retumbó por todo el valle, vibrando en las entrañas de cada lobo presente. El aire estaba cargado de expectación y un leve aroma a tensión recorría el campamento como una corriente invisible.
El consejo se había reunido al centro de la arena principal, un enorme cuadrilátero de piedra rodeado por gradas repletas de manadas expectantes. Allí se decidiría el destino de cientos de clanes. Las reglas ya habían sido dictadas con voz firme: la última competencia sería de fuerza bruta.
Uno a uno, todos lucharían. El objetivo era simple y brutal: quien permaneciera de pie cuando sonara la campana sería el ganador.
Podían transformarse, pero las garras y los dientes estaban prohibidos. Solo la fuerza física, la resistencia, la astucia y el control de cada lobo entrarían en juego.
—Se evaluará todo —anunció uno de los jueces, su voz retumbando sobre el cuadrilátero—. La resistencia, la disciplina, la lealtad a las reglas. Si alguien actúa con deslealtad, s