El cuarto amanecer se coló cortante por entre las grietas de la Cuenca, un viento que azotaba como látigo invisible y levantaba polvo plateado. Los Braseros Mayores ardían con una llama azul eterna, proyectando sombras que danzaban y estiraban las formas de las rocas. El complejo bullía: manadas enteras se congregaban en los claros centrales mientras los heraldos del Consejo —lobos ancianos, túnicas bordadas en plata— anunciaban las pruebas con voces que retumbaban como truenos amplificados por la magia lunar.
Diana se ajustó la capa de piel sobre los hombros y sintió el arco vibrar en su espalda; Nil, su loba interior, palpitaría a su ritmo: ansiosa, alerta, como si el aroma de cien lobos la despertara de un letargo impuesto. Los Juegos no eran solo competencia; eran un rito ancestral para medir la fuerza de las manadas, su devoción a la diosa y su capacidad de sobrevivir en un mundo donde los humanos rondaban las fronteras.
Nikolai y Claus marchaban a su lado, protectores y estoicos