La cena en el salón comunal era un estallido de vida lobuna. Las mesas de roble crujían bajo el peso de los jabalíes asados, el pan negro aún humeante y las jarras de hidromiel que pasaban de mano en mano. Las manadas clasificadas —diez en total, entre ellas Luna Creciente y Estrella Plateada— celebraban su triunfo con carcajadas, golpes de puño y relatos exagerados de gloria.
El aire olía a carne chamuscada, sudor y victoria reciente.
Los tambores lejanos marcaban un ritmo primitivo, y las lámparas de aceite lunar proyectaban sombras danzantes sobre los muros, como espíritus antiguos convocados para presenciar la fiesta.
Diana movía el tenedor sin interés, revolviendo su plato. El beso de Viktor seguía ardiendo en sus labios: un robo descarado, un desafío vestido de fuego. Nil ronroneaba en su interior, dichosa, susurrando una y otra vez:
Nuestro. Segundo chance. Más fuerte que el primero.
Pero Diana no era Nil. Ella era una tormenta contenida. Orgullo herido. Furia con nombre propio