El aire en el patio de la manada estaba tibio, impregnado del aroma de carne asada y pan recién horneado. Los cachorros jugaban cerca de la fuente mientras los adultos charlaban entre risas. Era una de esas noches que parecían hechas para la paz. Pero Diana no sentía paz.
Apenas había cruzado el umbral de su habitación cuando la vio venir: Betany. Caminaba con su habitual dulzura, el cabello suelto y esa sonrisa nerviosa que parecía esconder algo. Nikolai y Claus, que la acompañaban, se tensaron de inmediato.
—Diana —la saludó Betany, deteniéndose frente a ella—. ¿Podemos hablar un momento?
Diana la observó unos segundos antes de asentir.
—Claro.
Sus hermanos intercambiaron una mirada silenciosa; sabían que la conversación no sería fácil. Diana lo notó y, con un suspiro, les pidió privacidad.
—Por favor, solo unos minutos.
Nikolai frunció el ceño, pero asintió. Claus, en cambio, soltó un bufido resignado.
—Estaremos aquí cerca —dijo, cruzando los brazos.
Ambos se alejaron unos pasos,