El claro detrás de los Braseros Mayores era un santuario olvidado, un círculo de hierba plateada rodeado de pinos centenarios que susurraban secretos al viento.
La luna llena colgaba baja sobre el horizonte, un disco de plata derramando su luz sobre la tierra húmeda. Todo el lugar parecía respirar magia: el aroma del musgo, el murmullo de las hojas y el eco lejano de los tambores del Consejo componían una sinfonía antigua, sagrada.
Era medianoche, y mientras el complejo dormía, dos destinos se preparaban para entrelazarse bajo la mirada de la diosa.
Viktor llegó primero.
Su figura se recortó contra la luz lunar: camisa negra, paso firme, mirada afilada.
La marca que Diana le había dejado brillaba en su cuello, visible, viva, como una promesa y una advertencia.
Kael, su lobo interior, estaba inquieto.
Olfateaba el aire, impaciente, sabiendo que ella estaba cerca.
El lazo vibraba en su pecho, una corriente eléctrica que lo impulsaba a buscarla, a tocarla, a respirar junto a ella.
Había