La oficina de reuniones aún conservaba el olor a humo de las lámparas y a la tinta fresca del pergamino en el que habían quedado registrados los nombres de los representantes de la manada. Poco a poco, los betas, el gamma y los demás se habían retirado, dejando al alfa a solas en la penumbra.
Adrián permanecía sentado, con los codos apoyados en la mesa y la mirada perdida en los mapas que había estado observando durante la reunión. El peso de la responsabilidad se había instalado sobre sus hombros como un yugo. El Torneo de Manadas no era un simple juego: era el juicio del Concejo, la forma en que las manadas probaban su valía ante el mundo.
Un leve roce en su espalda lo sacó de su ensimismamiento. Emili, silenciosa, se había colocado detrás de él, y sus manos comenzaron a masajear con suavidad sus hombros tensos.
—Tranquilo —susurró con voz serena—. Nos irá bien. Lo único que debemos hacer es dar lo mejor de nosotros.
El alfa cerró los ojos, dejándose llevar por aquel toque. Desde qu