La noche había caído silenciosa sobre el territorio de la manada Luna Creciente. El bosque, que durante el día hervía con los sonidos de pájaros y animales, ahora se mantenía sereno, como si hasta los árboles contuvieran la respiración. En la oficina de reuniones, iluminada por lámparas de aceite y el resplandor plateado de la luna que se filtraba por las ventanas, Adrián aguardaba sentado a la cabecera de la mesa de madera.
A su alrededor ya estaban los pilares de su manada: Leandro y Clara, los beta; Mateo, el gamma; y Emili, la consejera que el destino les había regalado en el momento más oscuro. La atmósfera era solemne. Sobre la mesa descansaba el pergamino con el sello del Concejo, la invitación oficial al Torneo de Manadas.
Adrián rompió el silencio con voz grave:
—Debemos elegir con cuidado. No se trata solo de ganar, sino de mostrar quiénes somos. Cada nombre que salga de esta mesa representará no solo nuestra fuerza, sino nuestra unión.
Leandro asintió, cruzándose de brazos,