Capítulo 29— Sentencia.
El amanecer llegó teñido de rojo sobre el bosque. El aire frío de la madrugada calaba en los huesos, y cada lobo de la manada de la Luna Creciente salió de sus hogares y cabañas para reunirse en el claro central. Nadie había dormido bien; los recuerdos del ataque aún ardían en la memoria: los gritos, las carreras desesperadas, el miedo en los ojos de los niños.
Adrián se mantenía erguido en el centro del círculo, acompañado por su beta, Leandro, y su gamma, Mateo. Sus ojos ámbar recorrían uno a uno los rostros de su gente, y en cada mirada veía lo mismo: cansancio, rabia y la necesidad de justicia.
Cuando la multitud estuvo completa, hizo un gesto. Un grupo de guerreros arrastró a Darius desde la cueva-prisión hasta el centro del claro. El alfa enemigo estaba encadenado, con el torso desnudo y lleno de cicatrices recientes. Aún se mantenía en pie con cierta dignidad, pero sus ojos oscuros ya no tenían la arrogancia de antes, sino un brillo resignado.
Un murmullo recorrió la manada. Lo