La sala de reuniones había quedado impregnada de un aire distinto desde que Emili comenzó a hablar. Adrián, Leandro, Mateo y Clara, cada uno en su lugar, seguían con atención las palabras de la joven, sorprendidos de la claridad con la que exponía ideas que jamás habían considerado.
Ella repasaba con calma los planos extendidos sobre la mesa. Con un gesto sutil, marcaba ciertos puntos de las tierras que rodeaban la manada Luna Creciente.
—Quiero que se fijen en esto —dijo, señalando con el índice una serie de marcas al pie de las colinas—. En los días que llevo aquí, he explorado los alrededores durante mis caminatas y descubrí que hay varias cuevas naturales. No son profundas, pero sí lo bastante seguras para ofrecer refugio.
Mateo arqueó una ceja, intrigado.
—¿Refugio para quién?
—Para todos —respondió Emili con firmeza—. Imaginen que un ataque nos sorprende lejos de la casa de la manada. No siempre hay tiempo para correr hasta aquí. Y aunque los adultos puedan luchar o hu